miércoles, 23 de diciembre de 2009

De regreso a la tierrita: Sidney - Los Ángeles - Houston - Bogotá



Luego de finalizar el colegio tuve dos meses de vacaciones. Las opciones eran varias pues en este país es fácil viajar a otros destinos tanto nacional como internacionalmente. Las opciones eran Tailandia, China, Japón, Nueva Zelanda, entre otras. Aquí pesó la tierrita y decidí viajar al país que me vio nacer: Colombia.

Había comprado los tiquetes con varios meses de anticipación y directamente en los sitios web de las aerolíneas –se ahorra bastante-. Cuando coticé el tiquete Sídney-Los Ángeles-Bogotá, una agencia de viajes en Sídney me lo ofrecía en AUD 2400. Visitando los sitios Web de las aerolíneas logré conseguirlo en AUD 1800. Simplemente acomodé las fechas entre vuelos. Obviamente para viajar a través de los Estados Unidos me exigían la visa.

Recuerdo cuando fui a solicitarla en el consultado de los Estados Unidos en Sídney. Siempre tenía en mente los cuentos que oía de aquellos que habían solicitado la visa. Comentarios como «uy, eso se la niegan; depende del cónsul; con los gringos no se sabe», etc pues me arriesgué a pedirla. Ese día fui, como siempre, con la tonelada de documentos entre certificaciones académicas, laborales, cartas de recomendación, extractos bancarios, foto impresa en frente del Ópera House, y demás papeles. Iba algo “tranquilo” pues ya tenía una visa de dos años en Australia, varias visitas a países en Suramérica y me había visto Armaggedon, Titanic y el día de la independencia. Me sentía preparado.

La taquicardia de entrar a una embajada o consulado americano es inminente. Imaginaba que la cola de aspirantes estaría más larga que 200 mil pesos de longaniza, pero curiosamente no había más de 20 personas durante ese momento. Eso sí, las medidas de protección me parecieron exageradas por ser Australia, pero ni modos de protestar so pena de que me negaran la entrada. Una vez adentro me atendió una mujer. Me solicitó los papeles, me ordenó sentarme y esperar. Allí, en una sala de espera, varios ciudadanos de diversas nacionalidades aguardaban su turno frente al cónsul. Había dos de ellos, hombre y mujer. La mujer estadounidense sonreía más y se le notaba más amable con los aspirantes. El otro sí tenía una cara de mal genio que se le notaba de lejos. Tengo la impresión de que todos querían entrevistarse con la mujer amable – me incluyo-. Las entrevistas con ella ser tornaban tranquilas; preguntas iban y venían. Los rostros de los entrevistados delataban todo. Miradas al frente y leve sonrisa era sinónimo de visa aprobada. Los demás rostros significaban: Hoy no fue.

Por dentro pedía que me atendiera la mujer. Comencé a ordenarle a mi mente: “que me atienda la señora, que me atienda la señora, que me atienda la señora, que me atienda la señora…” ¿Adivinen qué? Me atendió fue el hombre… « ¿Propósito de viaje a los Estados Unidos? », preguntó. «En realidad no voy para los Estados Unidos. Voy de paso para Colombia», respondí.«Ahhh, entonces usted no necesita una visa de turista, usted lo que necesita es una visa de tránsito. ¡Concedida! ». Cuando escuché esto se me pasaron unas trescientas veintidós frases para explicar por qué yo había dicho eso. Ya no podía hacer nada. Aquí no era como la tienda de barrio en que podía decir: «Vecina ¿me cambia la mogolla por un roscón? ». Sólo atiné a contra preguntar « ¿Disculpe, una visa de tránsito cómo funciona? ». «Es una visa de cinco años que le permite estar de tránsito hacía otro país las veces que quiera con una estancia de hasta ocho horas en el aeropuerto. Next!!! »

Sentí que ni perdí ni gané. Simplemente había empatado. Apenas llegué a la casa averigüé todo sobre la visa de tránsito y realmente es casi una “visa de turista” pues me permitía ingresar a Estados Unidos y estar hasta 28 días allí, siempre y cuando tuviera tiquete con destino a otro país, y, efectivamente, yo lo tenía.

Pasaron un par de meses y el día del regreso había llegado. El cuatro de diciembre arribaba a la hora prevista al aeropuerto de Sídney, cargado con una maleta grande, mi morral de montaña y otro pequeño morral de asalto que usaba como equipaje de mano. Haciendo el check in me llevé mi primera sorpresa: Tenía exceso de equipaje.

La tropa de amigos y contactos me habían encargado llevar los respectivos suvenires australianos, muchos de ellos “made in China” para sus respectivos familiares, amigos, y uno que otro tinieblo. En total, la aerolínea permitía 30 kilos de equipaje, sin importar el número de maletas, y yo llevaba 35. « ¿Puedo dejar cosas? », pregunté a la asistente. «Por supuesto», respondió ella sin titubear. Me salí de la línea de pasajeros con mis maletas y caminé hasta encontrar una silla. « ¿Y ahora qué dejo? ». Apenas abrí la maleta más grande me entró la pereza de comenzar a buscar y decidir qué dejar, además ¿dónde lo iba a dejar? ¿Con una de las azafatas, detrás de inodoro en uno de los baños y luego lo recogería?. ¡Patrañas!. Desistí. A pagar la multa. 130 dólares australianos del alma.

La salida por inmigración fue larga pero aburrida. Finalmente estaba a unos minutos de abordar el vuelo que me llevaría por primera vez a los Estados Unidos. Una vez la azafata anunció el grupo de filas donde se incluía mi silla ingresé al avión. Debo aceptar que este avión me descrestó. Pertenecía a una aerolínea relativamente nueva llamada V-Australia.

Para quienes saben de aviación, éste era un “Boeing 777-300ER es la versión con alcance extendido (ER, la designación para “Extended Range”), y contiene muchas modificaciones incluyendo los reactores GE90-115B que son los de la mayor potencia del mundo con un empuje de 115.300 lbf (513 kN)”, -tomado de Wikipedia-; para los que no tenemos idea de aviación este era tremendo animal. Y eso sentí apenas abordé. –Sí, era mi primer vuelo en un avión así-. Obviamente uno medio ignorante en semejante nave, no está exento de cometer alguna burrada. Había sido ubicado cerca de las salidas de emergencia hacia la mitad del avión. Mi silla era la de la mitad, de un grupo de tres, ubicado en la hilera central.

En esta posición tenía más espacio al frente para descansar, pero así mismo no tenía nada adelante, ni una pantalla de tv personalizada, o un tv grande para varios o por lo menos un libro de Sudokus. Nada. Frente a mí había una pared blanca, larga, cansona, y poco entretenida. « ¿Y ahora?», me preguntaba, afirmando una vez más que me había mordido el marrano. Ni corto ni perezoso me dirigí a una de las azafatas. «Disculpe, yo había solicitado que me ubicaran cerca a una de las salidas de emergencia y aunque mi petición fue aceptada, eso no significaba que renunciaba al sistema de entretenimiento durante el vuelo». « ¿Señor, dónde está ubicado? ». «Sígame y la llevo a mi silla». Luego de recorrer el pasillo derecho desde la cola del avión llegamos a mi silla. « ¿Ves? ». Tengo la impresión de que la azafata evitó reírse por decencia. «Señor en las salidas de emergencia los sistemas de entretenimiento están ubicados debajo de las sillas. Si usted se sienta y aprieta este botón tendrá su sistema de entrenamiento activado». Efectivamente la azafata activó el sistema y se desplegó una pantalla de video pequeña debajo de la silla y quedó en frente mío, parecido a aquellos pupitres de la universidad. « ¡Ups, qué oso!»

Pasada la pena, me encontraba sentado en medio de dos extranjeros. Uno de ellos me saludó y comenzamos una amena conversación que se alargó por espacio de una hora mientras el avión despegaba, ganaba altura y nos servían la comida. El hombre era un australiano que viajaba a Estados Unidos a pedir la mano de su novia norteamericana. Su vida se enfoca en dar esperanza a jóvenes caídos en desgracia, infelices o con problemas, según me contó. Una de sus hazañas fue haber atravesado caminando casi toda Latinoamérica. La única parte que no pudo atravesar caminando fue el famoso Tapón del Darien, una zona selvática inhóspita, casi inexplorada ubicada en medio de la frontera entre Colombia y Panamá.

Luego pasamos a la cena y nos dedicamos a disfrutar del entrenamiento. Este era un sistema interesante con varias alternativas para que los pasajeros no se aburrieran. Incluso había una opción de entrar a una sala de chat para interactuar con otros pasajeros dentro del avión. Por curiosidad ingresé, pero era evidente que nadie aparecería pues rondaba casi la media noche, muchos pasajeros ya dormían y no veían como opción conocer a alguien en un chat de un avión. Aunque sí conservé la esperanza de conocer a una australiana aburrida en el vuelo y que luego de varios minutos de charla me dijera: «Qué te parece si nos vemos detrás de la cabina de los pilotos. Te espero en cinco minutos, estoy con una camisa blanca y bufanda».
Escogí una de las películas que ofrecían, pasando por algunos videos musicales y juegos de video, para finalmente quedarme dormido. Faltando unas dos horas para el aterrizaje conversé nuevamente con Samuel, el australiano, aunque su nombre de pila era Sam. Le pregunté el porqué de su nombre y me dijo que había sido en honor al arcángel Samuel.

No hice más preguntas. Curiosamente llevaba una especie de férula en ambos brazos debido a un accidente ocurrido en sus travesías. Un día iba caminando, las estrellas brillaban, miraba los pajaritos, el cielo azul…. Y ¡ZAS! Se fue de jeta contra el planeta. Afortunadamente no pasó a mayores. Sam se veía enamorado. Incluso me mostró el anillo de compromiso e hicimos un saludito, en video y en español, para su prometida, deseándole feliz navidad. Quedamos en encontrarnos en Sídney a nuestros respectivos regresos pues quiere aprender más español y yo quiero tener más amigos que me hablen sólo en inglés.

Una vez aterricé en el aeropuerto de Los Ángeles en Estados Unidos sentí una ansiedad por estar ahí. Como si mi inconsciente se untara de esa imagen que tenemos – que a veces creo que es entre nosotros mismos los que nos tratamos tan mal, nos discriminamos y nos damos tan duro- . Varios minutos después ya estaba haciendo la cola de inmigración. Personas de todas las nacionalidades esperaban ansiosamente su turno frente al oficial sentado en los puestos de inmigración. Algunas personas pertenecientes a los equipos de seguridad del aeropuerto anunciaban en inglés y español las indicaciones que deberíamos seguir antes de presentarnos. Algo que me pareció curioso es que muchos de los oficiales a cargo de inmigración tenían rasgos de otras regiones. El que me atendió parecía tener ascendencia mexicana, y su lado en otras cabinas vi otro par de ascendencia asiática.

A medida que la fila avanzaba muchos de quienes esperábamos ingresaban sin inconvenientes, algunos otros eran demorados más de lo normal y a un par, mientras esperaba mi turno, vi cómo se les solicitaba esperar mientras llegaba otro oficial para llevarlos a una entrevista personalizada.

Mi turno llegó. Estaba inquieto pero tranquilo, o más tranquilo que inquieto. En fin; presenté mis papeles. « ¿Motivo de viaje? » «Estoy de tránsito para Colombia». « ¿Qué hace en Australia? » «Estudio».

Sin más preguntas me tomó unas huellas, una foto y me puso el sello de ingreso. «Bienvenido». Me pareció una entrada normal. Cuando salía del aeropuerto, el señor encargado de revisar que efectivamente llevábamos nuestros equipajes me preguntó con acento mexicano si venía por negocios. «De vacaciones», respondí. Fue mi último encuentro con la autoridad antes de ingresar definitivamente a Los Ángeles.

Al salir del aeropuerto había un grupo de voluntarios ayudándole a las personas desubicadas. Una señora se me acercó ofreciéndome “voluntariamente” su ayuda. Le di la dirección de mi hotel y me indicó que a dos cuadras una camioneta me recogería. Le dije gracias por su ayuda y me hizo cara de que gratis no había nada. Saqué algunas monedas para entregarle pero me dijo que no recibían monedas. En total había unos ocho dólares australianos en monedas pero ,aún así, según sus políticas, no estaba permitido recibir monedas. Le di las gracias y le dije que lo sentía mucho, que entonces me iría a buscar a una persona que me recibiera las monedas, pues para mí eran dinero. La señora insistía en que debía hacer mi aporte voluntario y terminé dándole un billete de cinco dólares australianos. Luego un señor filipino me indicó que debía esperar a que llegara mi taxi. El hombre llevaba 36 años en Estados Unidos, con un español a medias y aburrido con su trabajo. Le pregunté que cuál era su objetivo en este país: «Lograr mi pensión y regresarme, aunque sólo con mi esposa pues mis dos hijos nacieron aquí y aman este país. Una vez los llevé a Filipinas de vacaciones y no les gustó». A veces creo que los países son como los papás; papás no son quienes nos engendran, sino quienes nos crían.

Una vez instalado en el hotel me sorprendió un poco que la gran mayoría de personas hablaran español. Al otro día salí a conocer el downtown en Los Ángeles y noté que la influencia hispana en esta zona es altísima, casi me sentía en una ciudad latina pues muchos hablaban español, veía avisos de tiendas, almacenes y restaurantes en español. Incluso los mensajes de audio del metro se anunciaban en los dos idiomas. Creo se debe a su cercanía con la frontera mexicana. Realmente no podría dar una idea exacta de lo que es Estados Unidos pues apenas estuve tres días; aunque sí quiero resaltar un par de cosas me sucedieron.

En el downtown iba caminando songo sorongo, tomando fotos cuando vi un carrito de McDonald’s -como el de la foto- súper bonito, esperando a que cambiara el semáforo. Corrí a tomarle una foto cuando escuché un grito: «Corttteeeeeeeennnn». El carrito hacía parte de un comercial de McDonald’s que filmaban en ese momento y yo, cual gato metiche, me les había tirado la toma. Uno de los coordinadores me gritó que me quitara. «No necesita gritarme para que le entienda», le respondí. Al rato llegó una de las coordinadoras y ella sí me solicitó amablemente que me retirara. Le ofrecí disculpas por la interrupción. Ella me indicó donde ubicarme para no interrumpir la toma y ahí estuve un buen rato observando cómo se desarrollaba el comercial. Aunque parecía un día normal, desde los policías, hasta los taxistas y transeúntes, todos eran actores contratados por la producción.

En Los Ángeles se puede pasar de la opulencia de Hollywood, Beverly Hills, Rodeo Drive entre otros, a la pobreza en otros suburbios. Hay una línea de metro, que me pareció súper efectivo, pero me contaban que sólo lo usan los inmigrantes recién llegados, los pobres y los indigentes. A mí me paseó sin problemas, aunque reconozco que la primera impresión de algunos de sus pasajeros era algo tenebrosa. Los Ángeles es una ciudad grandísima y es casi una obligación tener un auto. De la zona opulenta se caracterizaban las mansiones de varios millones de dólares, pasando por carros lujosos, tiendas de marca y calles casi perfectas. De la zona pobre curiosamente veía personas viviendo casas viejas, con daños, pero en su garaje un gran auto. Un inmigrante me dijo que en algunos casos estas personas llegaron a poblar estos suburbios porque debido a la crisis hipotecaria que hubo, perdieron sus casas y no tuvieron opción. «En otros casos, simplemente tú puedes llevar tu carro y mostrarlo en todas partes, tu casa no», puntualizó.

Cuando fui en el metro a Hollywood, para salir de la estación hay que tomar una escalera eléctrica larga, una vez la fui subiendo comencé a ver las luces y a sentir el ambiente de Hollywood, pues la estación queda casi al frente del paseo de la fama, donde están ubicadas en el piso más de 2.000 estrellas en honor a las celebridades. Aunque lo que verdaderamente me llamó la atención fueron los personajes que se disfrazan de las celebridades, pero con una calidad y actitud que cualquiera pensaría que efectivamente son ellos. A través de las calles pude ver a los Piratas del Caribe, Batman, el Guasón, Bumblebee – el Chevrolet camaro de Transformers-, Snoopy, Bob Esponja, entre otros.

Estos personajes viven de las propinas que las personas les dejan por tomarse fotos con ellos. Es más, sería una buena opción si uno se queda sin trabajo. Si usted se parece a una celebridad disfrácese y déjese tomar fotos con los turistas. O compre un disfraz de Pluto, Tribilín, Donald, Barney, y tendrá un dinerito extra.
Lo que me decepcionó fue saber que Batman y El Guasón eran muy buenos amigos, incluso algunas veces, en presencia de sus fans, se repartieron las propinas que les daban los turistas.

No hubiera conocido nada de esto de no ser por Facebook. Gracias a Facebook conocí a Susana, una colombiana radicada en Los Ángeles quien amablemente me paseó por casi toda la ciudad. Gracias a ella y a su esposo Michael por su hospitalidad durante mi estadía. ¿Ven? No todo en Facebook es malo. Ella me llevó a comer al restaurante colombiano La Fonda Antioqueña. El local estaba adornado con pequeños cuadros de Fernando Botero, fotos con artistas latinos famosos y los dueños, y la comida, como restaurante colombiano que se respete, en grandes cantidades. Solo pude comer medio plato de la carnita desmechada que había pedido.

Luego de más visitas, compra de regalos y un intento de gripa cansón, llegó la hora de volar a Bogotá. Saliendo del aeropuerto de los Ángeles me quitaron mi bebida multi vitamínica que Susana me había dado para el viaje. En comparación con el Aeropuerto de los Ángeles, el de Houston, donde hice escala, me pareció espectacular, aunque llegué casi a media noche y casi todo estaba cerrado. Me subí al avión con rumbo a Bogotá.

Luego de casi 20 horas en aviones y 72 horas en otros países finalmente aterrizaba de madrugada en Bogotá. Me esperaban mi hermana y mi amigo Juanito.

Algunos amigos de Australia y otros países me dejaron mensajes preguntándome cómo veía a Colombia, a Bogotá, a la gente.

Ya les contaré.

A la conquista!!!



Nota del autor: Quiero agradecer a las personas, especialmente colombianos en el exterior, que ven reflejadas algunas de sus experiencias en el extranjero, con las descritas aquí. A los que me felicitan por como escribo y que me animan a seguirlo haciendo, a ellos gracias. A quienes no están de acuerdo con muchas de las cosas que escribo, pero que con respeto hacen sus críticas, a ellos también gracias.

En cambio a los que critican por criticar, que nada les gusta, que viven amargados, les tengo un truco buenísimo para mejorar su calidad de vida. Este truco lo aprendí hace algunos años cuando comencé a aprender sobre computadores. Arriba de sus pantallas, en los navegadores de internet del sistema operativo Windows, en toda la esquina a mano derecha, hay una X. ¿La ven? A la cuenta de tres dan clic y se les soluciona el problema.

A ver, yo les ayudo: A la una….. a las dosssss yyyy a lasssssss tresss!. ¡¡¡ CLIC !!!

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